miércoles, 11 de marzo de 2015


 Segunda parte

          

                                                      El país decente

 

Ahí terminó bruscamente la posibilidad de hacer un país. Podremos desde entonces llamarnos colonia, semi-colonia, factoría, pero no país.

Habiendo terminado con Rosas, la “inteligencia” dominante pudo disciplinar (genocidio mediante, el proyecto de la guerra civil) el territorio argentino, a Bolivia y a Paraguay.

El genocido implica la pérdida de una posibilidad. La del diálogo.

Se acabó el respeto, la idiosincracia, los derechos. Se impuso la ley del rémington.

Se acabó la industria argentina de capitales argentinos. Terminó el comercio entre argentinos. Como los aborígenes a la llegada de Colón, volvimos a cambiar por espejitos todas nuestras riquezas.

Nos transformamos en sujetos re-colonizados.

Para poder entender ésto, primero hay que entender un elemento importante. Durante el primer desarrollo económico español, el que siguió a la ocupación del territorio, el lugar privilegiado de ése asentamiento fue el que ocupaba el antiguo imperio inca.

Los asentamientos al sur del mismo, el de Chile, el de Tucumán, y hasta el puerto de Buenos Aires, eran la periferia. El virreynato del Perú miraba a Lima.

La economía y el desarrollo social del futuro virreynato de la Plata, se limitaban a asistir económicamente al gran polo económico del sur: Potosí.

Mientras, construía una fuerza de despliegue rápido que pudiera obstaculizar (hasta que llegara el ejército desde Lima) una invasión portuguesa hasta Bolivia.[1]

En ésos términos, ciudades como Mendoza o Tucumán tenían, en 1810, mayor desarrollo económico y social que el puerto de Buenos Aires.

La increíble estupidez borbónica, y las absurdas limitaciones que imponía[2], además de la odiosa casta racial española venida a menos en la Metrópoli que venía a “hacer la América”, consiguieron una unánime opinión a favor de la liberación del yugo español.

No es entendible la resistencia de los pueblos a la revolución de Mayo si se olvida el odioso papel que los porteños cumplieron en traicionar el levantamiento de Túpac Amaru.

La perduración en el tiempo de la revolución de Mayo, a pesar de la gran desconfianza popular acerca de la misma, se debe también a la estupidez borbónica. A quién iban a convencer, cómo iban a sobrevivir ésos porteños aislados al fin del mundo?

Y jamás podrían plantearse hacer tambalear a Lima.

Sin el genio militar de San Martín, seguiríamos siendo colonia española al día de hoy...

No se entiende la porfía de Paraguay en hacer su propia revolución y no unirse a Buenos Aires si se olvida ésto. Cuando Buenos Aires era un pueblito con dos casas, Asunción era una metrópoli.

El Restaurador de las Leyes vino a dar aire a la revolución de Mayo. Apareció un porteño que ¡por fin! entendía que una viejita en un telar en Catamarca, que tardaba seis meses para hacer un poncho, no podía competir con las camisas inglesas, que se hacían en diez minutos y costaban dos mangos.

Por cosas así ha quedado en la historia como enfrentado a la civilización y la cultura. Baste recordar que uno de sus crímenes... fue haber “mancillado” la histórica Plaza de Mayo permitiendo a los negros hacer sus candombes en ella.

Ese diálogo, ése entendimiento, ése breve paréntesis de paz, de reaparición de la civilización y la cordura que el restaurador permitió, dio al pueblo argentino la ilusión de que la convivencia entre argentinos era posible.

Esa ilusión fue enterrada definitivamente en Caseros.

Después de Caseros, otra visión se impuso, originada en el ahora predominante imperio inglés.

Ellos tenían barcos, y producción capitalista. Para qué podría servirles un continente que miraba hacia adentro? Necesitaban un puerto, y Buenos Aires se los dió.

Tucumán, Paraguay, Bolivia... fueron destruídos. Sus sociedades exterminadas, sus pensamientos acallados, su élan desaparecido.

La “restauración” de la civilización porteña desde Mitre en adelante significó la desaparición de la cultura argentina, suplantada por un extranjerismo impensable, por su monstruosidad.

Una “civilización” y una “cultura” cuyos máximos exponentes son los que la niegan, tanto en Byron como en Wilde.

Es un chiste, pero Sarmiento, que admiraba tanto la cultura europea, y festejaba a Sara Bernhardt, y hubiera admirado a Wagner si éste no hubiera despreciado tanto a los representantes de culturas primitivas como él mismo, no pudo apreciar en el Martín Fierro uno de los mayores aportes a la cultura universal del romanticismo, como no solamente según Borges, sino en todos los libros de historia de la cultura hoy aparecen uno al lado del otro.

Y es precisamente en el Martín Fierro donde se suspende la historia argentina, a la que se declara detenida:

 

“Y dejo rodar la bola,

Que algún día se ha de parar...

Tiene el gaucho que aguantar

Hasta que lo trague el hoyo,

O hasta que venga algún criollo

En esta tierra a mandar.”



[1] Al menos así se lo vendió Godoy a Carlos III, incentivado por la Corona Inglesa.
[2] Idem.

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